domingo, 8 de marzo de 2015

INVERNADERO


El elenco que constituía la obra que veríamos hoy era cautivador, tres nombres que suenan estupendamente: Harold Pinter, Eduardo Mendoza y Mario Gas. Además iban acompañados de grandes actores como Gonzalo de Castro, Tristán Ulloa o Javivi. Todo tenía que salir bien. Sólo un leve recuerdo de nuestro último encontronazo con Harold recorría mi cabeza como la amenaza de una nube negra. Aunque el Invernadero no parecía de ese tipo de obras.

La historia tiene lugar en un hospital psiquiátrico durante un día de Navidad de un año desconocido. El director del centro, Roote, repasa los papeles mientras conversa con su ayudante, Gibbs. Durante la charla se entera de que el paciente 4657 falleció hace dos días y de que la paciente 4659 acaba de tener un hijo. El jefe se queja por no haber sido informado de los hechos pero Gibbs le responde que éste conocía todo lo ocurrido, y muestra una amplia sonrisa con un tono muy falso. El director parece estar totalmente perdido e incluso nos hace dudar de su estado mental y de la veracidad de su cargo. No se puede decir que la conversación entre ellos sea grata ya que ambos se cruzan ataques tanto evidentes como velados.

Según avanza la charla sabemos que los pacientes nunca son llamados por su nombre, sólo tienen un número asociado que les adjudican cuando llegan al centro. Sobre el padre de la criatura nacida, Roote arma un gran revuelo aunque momentos después justifica que los trabajadores del hospital necesiten “relajarse” con alguna paciente. Entre tanto suenan alaridos que nos muestran el tipo de centro en el que nos encontramos.

Por otro lado un joven trabajador, Lamb, cuenta a una de las presuntas doctoras sus aspiraciones en la empresa, tiene muchos proyectos en mente aunque su actual cargo es el de vigilar que las puertas estén bien cerradas. Su ímpetu aleja a cualquier posible compañero de su lado, pero causa cierto interés en algunos trabajadores del centro. El ayudante Gibbs aprovecha la ingenuidad del joven para probar experimentos con él similares a los que reciben los pacientes. Preguntas y descargas se suceden en un intento por controlar y anular su cerebro. El invernadero se nos muestra como un lugar sin ley en el cual, en lugar de cuidar a los enfermos se les somete a vejaciones, ataques, ...

Entre los mismos médicos la situación es insostenible. Éstos han perdido toda humanidad y relatan como trataron a la madre del fallecido 4657 cuando se acercó al centro a preguntar por su hijo.


La doctora amante del director está liada con el ayudante y pide a este que acabe con su jefe. Todo en este lugar refleja la negligencia e impunidad con la que se actúa.

Así, los personajes se acusan recíprocamente de los hechos acaecidos, y con un gran toque de Eduardo Mendoza sacan sus cuchillos y se enfrentan (para olvidarlo todo momentos después) o se tiran vasos de whisky a la cara para acabar repitiendo el brindis.

El representante de los subalternos trabajadores del centro trae en nombre de éstos una tarta y pide unas palabras al director, después saca un micrófono del interior de la tarta.

Y toda esta locura está acompañada de gritos de dolor de los pacientes del centro que cada vez consiguen poner más y más nerviosos a los trabajadores del hospital.

Por fin todo queda negro, sólo un ruido aterrador. Cuando se hace la luz vemos a Gibbs que entra al despacho de una autoridad. Éste compadece a Gibbs por lo ocurrido y pide que relate los trágicos acontecimientos. Según cuenta, los enfermos salieron la noche de Navidad de sus celdas y acabaron con todo el personal del centro, excepto él. Justifica lo ocurrido explicando que el trato dado por el director era totalmente vejatorio, mandaba asesinar, violaba... La persona que vigilaba las puertas está desaparecida y parece ser que colaboró con los enfermos. Sólo él ha sobrevivido. Ahora pasará a ocupar el cargo de director.

El estupendo plan elaborado con premeditación por el ayudante Gibbs le ha permitido disponer de todo lo necesario para manejar a su antojo a enfermos, compañeros y jefe y deshacerse de todos aquellos que le estorbaban en su ascensión a director. Ensayar con el encargado de las puertas y acabar con él le dio acceso a las llaves y ninguna prueba queda de sus abusos.

En un estado sin ley donde el abuso y el descontrol es lo que impera, no hay más futuro que repetir y sobrepasar las barbaridades ya cometidas.

Por lo demás, la obra, sin ser previsible, tampoco aporta una historia especialmente original, con giros cautivadores o un texto especialmente interesante. El gran trabajo de la obra se basa en los grandes actores y en ciertos momentos de humor que parecen más sacados de Eduardo Mendoza que de Harold Pinter.


En cualquier caso, disfrutamos de una entretenida tarde de teatro.