Echaba de menos volver a ver las tablas desde mi querido
asiento, disfrutar de ese telón que sube y baja (aunque hoy no se movió), ese
momento único en que todo se apaga y comienza la magia del teatro.
Vi un correo anunciando obras y rápidamente me inundaron las
ganas de volver. Así que acabé la mañana con 2 entradas para disfrutar de ellas
durante las próximas horas/días.
La batalla de los ausentes es un canto al olvido que sufren
aquellos que en el pasado lucharon por una causa pero ahora nadie les recuerda.
Así empieza la obra y conforme avanza nos regala mucho más. Porque lo genial de
esta compañía es cómo crean un ambiente de amargo humor en la que la risa
perturbadora, como la llama Eusebio Calonge, surge a costa de seres desvalidos.
Y todo esto se completa con frases que cuentan grandes verdades de una forma
muy poética.
Tres militares asisten al homenaje que se rinde en el lugar
de una batalla en la que casi todos sus compañeros perecieron. En el acto se
llevan una desagradable sorpresa, nadie ha asistido, ni prensa, ni políticos,
ni militares… Los ausentes no interesan a la sociedad. Como bien dicen, no viene nadie
porque saben bien quienes son, o, si es la batalla de los ausentes, están todos.
Recuerdan la dureza de la vida en las trincheras, discuten sobre quién hizo el
acto más heroico o cuál se escondió ante el ataque del enemigo y gracias a eso
sigue vivo, se pelean por la ubicación en la que ocurrió la terrible batalla
que es donde depositarán la corona de laurel. Todo para no enfrentar la dura
realidad del olvido.
En la locura del comandante entran en la trinchera y
empiezan a recrear lo que vivieron allí, guardan la esperanza de recuperar la
gloria del pasado. Pero no es fácil simular una lucha cuando no hay un enemigo visible
que les ataca. Mueven la línea de fuego, simulan ser cada uno de un bando,
buscan un sonido que les haga estar en guardia… Entre uno y otro delirio del
comandante, los dos soldados comentan que tienen que seguirle la corriente al
comandante a la espera de que alguien se haga cargo de él, ya que su familia pretende
darle por muerto y en el asilo se han desentendido de él.
Como lo de la guerra parece que no funciona, le proponen que se haga el dirigente de todo el territorio que han ocupado. El comandante es agasajado y tratado como un rey, vestido con traje y capa y acompañado al trono.
Pero frente a todas las políticas que podría aplicar, decide ser un opresor
con su pueblo, someterles, privarles del derecho de opinión y manifestación,
encarcelar a los subversivos, borrar las señas del bando perdedor, convertir ministerios
en lugares llenos de parásitos, entregar pantallas al pueblo que eliminen el
pensamiento crítico, ajusticiar a los molestos como medida represora, elegir a
los verdugos como parte importante de su gobierno. Todo ello con la idea de
postergar su gobierno corrupto todo el tiempo que le sea posible.
Y entre todo este desvarío comienzan a sonar disparos del
otro bando. Es el aviso de que las decisiones tomadas nunca ayudarán a
pacificar el mundo. Como ellos dicen, la vida no tiene sentido sin un enemigo,
pero ahora que no lo vemos es porque está entre nosotros, dentro de cada uno,
es aquel que nos ha sometido y nos mantiene atados a un mundo falso.
La batalla es la única forma de vida para ellos, lo único
que les mantiene la esperanza de no morir, de no caer en el olvido, de dar un
sentido a la existencia. Una luz que nunca se apaga, que les acompaña donde
quiera que se muevan, es el símbolo de la esperanza. Los tres militares
acabaran volviendo a las trincheras, escondiéndose bajo ellas, guardando su
dignidad.
La obra aborda con humor el simil de la vida actual, en
continuo combate. Y nos muestra ese combate como algo difícil, donde lo que
estamos perdiendo es el sentido poético de la existencia y para resistir solo
tenemos la dignidad y la fe. La única forma de encontrar sentido a la lucha es
ser personajes quijotescos.
La obra es esperpéntica, podría haberla firmado Don Ramón
María.
En escena aparecen todos los objetos que son sello de la Zaranda, sacos, caretas, perchero, sillas con ruedas, maniquíes… Ellos mueven a su antojo el atrezzo y al público, en un baile descarnado y necesario.
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