El genial Harold Pinter vuelve a la carga con una de esas obras de estilo tan característico que buscan convulsionar, revolver al público. Nos plantea historias sencillas desde puntos de vista complejos, lleva las situaciones al límite con el fin de mostrar la miseria humana. Todo esto en un autor inglés que vivió sus últimos años ya en el s. XXI y que fue reconocido con un Nobel.
Son unas cuántas las obras de Pinter que he visto, en ellas todo el peso recae sobre el texto, los diálogos y por tanto sobre el trabajo de los actores.
Cenizas a la cenizas es un diálogo entre dos personajes, una pareja madura. Empiezan a recordar el pasado, en una especie de interrogatorio, el marido quiere conocer lo que ella vivió con su amante. Los recuerdos no encajan, la historia que nos cuentan entre ambos tiene muchas lagunas y solo con estos pequeños retazos no podemos entender lo ocurrido. Él quiere saberlo todo, como era el hombre, qué dijo, qué sintió ella. Y su mujer sólo parece recordar trozos inconexos, “una mano en su cuello, la otra en su garganta, una fábrica llena de trabajadores que mostraban máximo respeto hacia este hombre, su amante. Y entre los recuerdos surge un andén y mujeres con niños, y ese hombre que le apretaba el cuello estaba robando a los niños de los brazos de sus madres. Las imágenes del pasado ya no vienen acompañadas de dolor, quizá nunca lo estuvieron, porque hay dolores tan insoportables que son ocultados tras muchas capas, son tergiversados para que se pueda seguir viviendo.
El díálogo es un ejercicio continuo de recuperaración de todos aquellos momentos no superados, enmascarados en una mentira más aceptable, como la imagen de aquellos hombres caminando con sus maletas hacia el mar y hundiéndose en él. Junto a éstos también surgen recuerdos recientes, los del día a día actual, son problemas sencillos y casi banales que se contraponen a esos lejanos y dolorosos. Éstos momentos superficiales les hacen volver a sentirse humanos, con sus esperanzas, problemas e incongruencias.
La sensación era de desconcierto a cinco minutos del fin de la obra, y más aún, no eramos capaces de distinguir si todo lo contado ocurrió en realidad o era una invención, como parte de un juego macabro.
Pero un último recuerdo viene a aclarar lo que la historia esconde: mujeres, ancianos, niños iban por las calles, ella misma iba por esa calle con un hatillo y en él envuelto, su pequeño. Llegaron al andén, el bebé escondido echó a llorar, fue descubierto y un hombre se lo arrancó de los brazos. Ahora tendría que montar sola al tren que la llevaría lejos de allí. En el trayecto encontró a una vecina que le preguntó por su hijo y ella sólo pudo responder que no sabía de quién le hablaba.
Todo empieza a encajar, las piezas cobran sentido, pasan a ocupar su espacio y su tiempo. Todo ocurrió hace mucho, su pequeño fue robado, ella fue conducida en los trenes a un campo de concentración, allí sufrió continuas violaciones de uno de los generales del campo y deseó morir, ser asfixiada, acabar con las torturas, poner fin a esa pesadilla. Pero sobrevivió a la barbarie, o al menos su cuerpo sí pudo soportarlo. Su mente tuvo que inventar una historia para poder vivir después de aquello: olvidó al pequeño e imaginó al torturador como un amante. Y su marido pretende que ella recuerde y saque ese dolor que tiene dentro. Así al final de la revelación, él le pide que vuelvan a empezar pero ella contesta que lo único que puede hacer es volver a terminar, que no hay otra solución, echar cenizas a las cenizas es lo único que le queda.
En una obra como ésta, el papel de los actores es vital, lo ocupa todo . Más aún cuando se representa en una sala, el Teatro de la Puertas Estrecha, que cuenta con una única fila de butacas. Los actores están situados a escasa distancia del poco público (15 butacas!), lo que es un regalo para los espectadores. Sólo que con obras como ésta y unido al tipo de sala, los sentimientos, la asfixia consiguen calar mucho más hondo.