Las luces no se apagan en ningún momento de la representación, será porque el público es una parte viva de la obra y como tal debe de permanecer iluminada.
La acción empieza, un personaje sale a acompañarnos, pone música country y vemos cómo disfruta con ella. El descanso dura poco, rápidamente el ritmo acelerado y machacón suena por todas partes y seres acelerados entran a escena. Cada uno ocupa su puesto frente a una máquina tragaperras y compulsivamente se juegan todo lo que tienen en sus bolsillos.
Secuencialmente los personajes se giran, dejan de darnos la espalda, abandonan el casino y vienen a ocupar las sillas del café y a contarnos sus historias. Entre ellos tenemos a una prostituta que se ha ligado a un conde, el supuesto conde, un joven adicto al juego que ha acumulado muchas deudas, su mujer que intenta retirarle de esa vida, el dueño del café que compite con el dueño del casino, como el bien contra el mal (aunque ambos son representados por el mismo personaje), un conseguidor de todas las necesidades y vicios de aquél que tenga dinero. A un lado, retirado de esta locura sin sentido, un personaje les observa. Éste es una especie de ángel bueno que no cayó en los vicios. Entre otras buenas acciones, intenta salvar al joven ahogado por las deudas de juego dejándole dinero.
La historia que nos cuentan es clásica, fue escrita en el s. XVIII en italia por Goldoni, y está inspirada en una de las ciudades que concentraba todo el vicio del antiguo mundo en esa época: Venecia. Curiosa sensación ya que los personajes visten con ropa actual pero hablan de Venecia y de historias algo atemporales. Aunque no tanto.
Al final del primer acto hemos averiguado que el conde no es conde, sino un huido de su mujer que intenta retirarle de la mala vida. Él está enganchado al juego y escapa de ella para seguir metido en sus vicios. La amante y la mujer se conocen y la primera prepara un plan para que marido y mujer se vean y la verdad salga a la luz. Por otro lado, el joven entrampado acepta una y otra vez el dinero prestado pero nunca cumple las promesas hechas de alejarse del juego. Cuando el dueño del casino le propone hacerse cargo del negocio a cambio de que su mujer trabaje en el casino animando a la clientela, él se indigna. Sin embargo su mujer acepta encantada al escuchar la enorme cantidad de dinero que cobrará. Ella podía haberse convertido en la salvación del hombre, pero ahora es su perdición.
El segundo acto se reduce a una fiesta loca y un texto proyectado a toda velocidad en una pantalla. Parece ser que en la adaptación al s. XXI lo que se relataba en éste no es importante.
El tercer acto es el más incomprensible, aunque a estas alturas parezca difícil. El negocio acordado entre el joven y el dueño del casino se convierte en un fracaso: el casino estaba lleno de deudas. El que mal va, mal acaba. Sin embargo, el que no era conde se ve abandonado por su amante y huye de su mujer. Pero en el último momento la encuentra, le pide perdón y vuelve con ella.
Esta es la historia que conseguimos entender tras muchos cortes y adaptaciones. Pero lo más importante no está en el texto, sino en los silencios, gestos y todo lo que les rodea. En esos silencios nos fijamos. Es un elemento atípico de la narración; un silencio absoluto, que nos golpea en mitad de los diálogos, en las caras duras de los actores que mudamente observan al público que espera. Los silencios se hacen exagerados y nos rompemos la cabeza para intentar comprenderlos; pero la única explicación que hilvanamos es que el silencio representa el vacío de los personajes; frente a toda su expresividad y gestos obscenos y provocadores por dentro están vacíos, carentes de significado, tanto como los diálogos que se entrecortan y que incluso son recortados en aras de la brevedad, tanto como la continua repetición del valor de cambio de un dinero sin sentido.
La obra es, al menos, transgresora en las formas. Los silencios a destiempo, las expresiones exageradas de los actores, la luz que ilumina continuamente al público, los diálogos y la trama casi irrelevantes. El sonido de las monedas al caer en las máquinas y la repetición del valor de cambio del dinero. Todo ello nos habla a las claras de la banalidad de los seres representados. No hay otro mensaje más que ese.
Al final de la obra los actores salen en tropel y sólo queda en escena el ángel guardián, el viejo limpiador del café, que nos pone una balada folk antes de dejarnos con un palmo de narices. El público se levanta confundido. Para muchos, un suplicio. Para nosotros, interrogantes expresados de una forma que nunca habríamos imaginado.